Bailé con él solo porque me prometió que esa noche no dormiría sola. Y de repente, estaba tan cerca que hasta podía percibir el leve roce de su silueta contra mi brazo, un contacto casualmente ejecutado que hacía que se me erizara el pelo de la nuca. No recuerdo que canción sonaba, ni siquiera si sonaba una canción, ni el nombre del lugar... ni si era viernes o sábado, o tal vez domingo. Solo recuerdo que era una de esas noches de luna nueva, en las que la cantidad de estrellas que alumbran el cielo te hacen sentir pequeña e insignificante. Más, si al levantar la mirada tropiezas con unos ojos por los que tanto habías suplicado, y te encuentras con las ganas rebosando en la garganta y estallando en las pupilas. Tantas ganas como miedo.
Él hablaba de no sé qué ciudad o de quién sabe qué película de Allen. Sabe Dios. Porque yo, en aquel instante efímero, en lo único que podía pensar era en los escasos centímetros que separaban nuestras bocas. Conté en silencio... uno, dos, tres... dieciocho, diecinueve... veinticinco... hasta que el desliz resultó evidente. Con su aliento entre mi aliento, busqué sus ojos en un amago de desesperación, suplicando piedad ante aquella descarga de electricidad. Tengo las horas contadas contigo. Pero él quería librarse del frío de mi ciudad que entumece los huesos. Y en aquel instante efímero que tanto intentaba retener, dobló una esquina de mi vida como si fuera la página de un libro que quieres recordar.
Cuando por la mañana el sol comenzó a derretir los lunares de su espalda, escribí en algún lugar que me dejaría engañar cada noche de mi vida, aunque tuviera que negociar horarios con despertador al día siguiente.